Claudia

Aun no había amanecido cuando Claudia se despertó. Miró el reloj. Sus manecillas rojas marcaban las 05:26 a.m. Cerró los ojos, dio media vuelta e intentó dormir de nuevo. Entraba a trabajar a las diez por lo que todavía podía aprovechar otras tres horas de sueño. "Todo un lujo", pensó.
Sin embargo no podía dormir. Así que se levantó, fue a la cocina y bebió un vaso de leche. Quizá con el estomago un poco más lleno le seria más fácil conciliar el sueño. Volvió de nuevo a la habitación, pero antes de meterse en la cama, se acercó un segundo a la ventana. Corrió las cortinas y miró a la calle. Llovía. Fuera todo estaba oscuro mientras un viento huracanado movía bruscamente las hojas de los arboles. Ninguna farola alumbraba la calle, parecía como si de repente todas ellas hubieran hecho huelga y se mostraban impasibles ante su obligación de dar luz.
Claudia cerró las cortinas y se dispuso a volver de nuevo a su confortable y caliente cama cuando de repente lo oyó. Era el llanto de una niña. Venía de la calle. Miró de nuevo por la ventana y entonces la vio. "¿Como se le podía haber pasado antes?". Liada en una manta verde de manchas oscuras asomaba la cabecita de una niña, apoyada al pie de una de esas farolas rebeldes, que seguían negándose a iluminar la acera. La niña seguía llorando mientras las gotas de lluvia caían furiosas sobre ella.
Claudia bajo corriendo las escaleras de su casa. El corazón le latía deprisa. "¿Quien podía dejar a una criatura de apenas un meses de vida a la intemperie de una noche como esa?". Llegó al rellano del portal. Se disponía a abrir la pesada puerta que daba al exterior cuando vio algo que le heló la sangre. Una mujer rubia, de apenas veinte años de edad, abrazaba a aquella criatura en sus brazos. De su cuello colgaba un collar que a Claudia le resultaba familiar. Mientras tanto, alguien enfundado en una gabardina negra le apuntaba con una pistola.
Claudia intentó subir a su casa y llamar a la policía, pero no podía moverse. Estaba petrificada al suelo. Gritó, pero nadie le oía. Y fue entonces cuando oyó el disparo. Aquella mujer yacía inerte en la fría calle, mientras seguía sosteniendo al bebe con fuerza. El hombre de la gabardina había echado a correr al mismo tiempo que una lagrima fría asomaba a las mejillas de Claudia. Cerró los ojos y al abrirlos se encontró de nuevo en su cama.
Todo había sido un sueño de mal gusto, una pesadilla. Sin embargo, miró su mano y allí estaba el collar que según le habían dicho sus padres adoptivos, pertenecía a su verdadera madre. Aquel collar que Claudia odió desde el momento en que lo vió y que sin fuerzas para deshacerse de él, había guardado para siempre en una pequeña caja de porcelana. Y fue entonces cuando comprendió.
La niña que había oído llorar era ella y la mujer rubia que imploraba clemencia a su verdugo, su madre. La rabia que había guardado durante los veinticinco años de su vida se desvaneció en apenas una fracción de segundo y se sintió culpable, se sintió vacía. No sabía porque sus verdaderos padres la habían abandonado y por eso los odió desde el momento en que tuvo conciencia de ello. Ahora, sin embargo, descubría que su madre había dado su vida por ella. Que había muerto en una noche fría de otoño, abrazándola, protegiéndola. "¿Por qué nadie se lo había contado?. ¿Cómo es posible que se lo hubieran ocultado?."
A partir de esa noche juró que destaparía la verdad. ¡Quizá su verdadero padre aun seguía vivo!. Estaba claro que esa visión debía de significar algo y no iba a descansar hasta descubrirlo.

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